Las cosas podrían haber sido peores. O mejores. Nadie podía saberlo, pero era un buen sentimiento el de la incertidumbre. Generaba sensaciones que lo liberaban de la pesada responsabilidad de ser el único a cargo del desastre.
No tenía cabal idea de cuando todo había comenzado. Podía establecer dos o tres hechos puntuales, que a su juicio, deberían ser considerados como los precipitadores del desastre. Pero sabía que esa explicación, era sólo un consuelo. Lo peor era eso. Lo peor era que él sabía perfecta, concreta y puntualmente, que todo se había deslizado por un tobogán con su mano apoyada en la espalda del último de la fila, con un levísimo empujón. Empero, de saberlo a reconocerlo, existía un segmento imposible de recorrer. No por imposibilidad de hacerlo; si no por falta de intención. No lo iba a hacer. De ningún modo, y por ningún motivo.
Repensó: todos sus pensamientos comenzaban con "No".
Su negativa afloraba en forma constante, era un "lapsus" que no podía disimular a sí mismo. A los demás, en cambio, podía mostrarles la cara que quisiera, y generalmente, mostraba la de una víctima.
Hacía tanto tiempo que la tenía, que ya era la propia. Y de tan propia que le era, le salía perfecta. Era su mejor estrategia. Una vez más, había funcionado. Pero la duda lo atenazaba, y no lo dejaba dormir. Una duda. Una sola.
Los desastres, eran producto de las circunstancias o de su intención? Realmente, cual era la causa efecto? Siempre prefirió creer en las circunstancias pero... últimamente, dudaba.
Lo tenía realmente molesto. Inquieto. Angustiado. Le quitaba el sueño. ¿Debía creer que era un enfermo, un demente que deseaba compulsiva y obsesivamente hacer el mal, o que las circunstancias lo ponían en esa situación...? Pues si era así, tendría que poder identificar esa maldad. Porque esa maldad lo conducía, sistemáticamente, al fracaso personal. Quería ser exitoso, y no podía. Ahora bien, sería que quería ser exitoso pero, a la vez, deseaba hacer el mal, y esta última inclinación copaba la parada?
Estaba sintiéndose mal, mal físicamente. Comenzó a descomponerse. Primero, sintió frío en la espalda. Luego, comenzó a transpirar. Caían las gotas desde su frente, rodeando su rostro como una caricia macabra... Se sintió oprimido comprimido compungido dolorido. Esto era más de lo que podía soportar.
Le era posible soportar que era un fracasado, un perdedor, en última instancia, podría soportarlo. Pero lo que jamás podría soportar era saber que era un maldito. Saber que en el mal del otro estaba su felicidad, era más de lo que su cuerpo y mente podían soportar. ¿Cómo podía ser feliz cuando otro sufría? ¿Cómo? ¿De que modo? Inconcebible... más allá de lo tolerable.
Se sentía peor. Oía sus latidos, como un parche sordo golpeándole en el pecho. Percibía su sangre corriendo por las venas, arterias, desplazándose a velocidades inconcebibles. Maldad... jamás había tan siquiera contemplado el punto de vista filosófico de la maldad. Nunca leyó, ni le interesó nada sobre la maldad. Ni siquiera la maldad desde el punto de vista religioso o espiritual. Sabía, si, de Lucifer, del ángel negro, oyó hablar de Belcebú... pero ahí terminaba todo. Recordó haber leído, en la escuela, un fragmento del Infierno de Dante. Algo de los siete círculos, había una mujer llamada Beatriz... pero no recordaba más.
Quería pensar, pero no podía. Se mezclaban en su mente imágenes, pensamientos, aromas, sonidos, flashes de su existencia... parecía un trip psicodélico. Necesitaba sentarse en ese instante.
Se sentó en un banco. Era de madera, el banco. Estaba pintado de color verde inglés. Hacía poco tiempo que lo habían pintado. Una de las maderas, estaba quebrada. Era duro ese banco. Apoyó a su lado un maletín. Era su maletín? Ciertas cosas, comenzaban a superarlo...
La punta de su zapato. Lindo zapato, pensó, bien elegido... "me encantan los zapatos escarpines, con hebilla, semillados. Bien lustrados". Se obsesionó en su zapato. En uno sólo, el derecho. Extendida hacia delante estaba esa pierna. Con la punta del zapato, con la suela, acariciaba, casi con delicadeza, la baldosa vainilla rosada de la plaza. Una, y otra vez... iba, y venía. Como una curva, era el movimiento. Intentó perfeccionarlo, hasta el punto en que apenas rozara el polvo depositado sobre la baldosa. Lo logró. Esbozó una sonrisa, era un ganador rozando baldosas...
De nuevo el malestar. Éxito, fracaso, triunfo, desazón. Circulo vicioso. Se enfadó. Deseó no haber pensado que era un ganador rozando baldosas... Sería de maldito considerarse un ganador rozando baldosas, o simplemente algo propio de un estúpido? Peor. Empeoraba, y era consciente de ello. Ya no podía ver claramente el césped que tenía enfrente, a escasos cinco metros.
Lo irritaba otra vez el tema del causalidad, o la maldad. Pero cada minuto que pasaba, peor se sentía... Es más. Sabía, precisa y perfectamente, que no iba a poder ponerse de pie. Ya, eso, era un hecho. Esos zapatos... que espantosos eran esos zapatos que veía. Quién se los habría dado? Eran horrendos. "Debo comprar zapatos", pensó. "Lindos zapatos, mocasines en lo posible. Simples, sobrios.".
Comenzó a pisar hormigas, que pasaban casi debajo del banco. Una por una. Una hormiga, otra hormiga, y otra hormiga más, todas ellas, muertas. Aplastadas, girando una y otra vez la punta del espantoso zapato. Mataba con inquina a las hormigas, como si fueran las causantes de su desconsuelo. Las esperaba, con el pié levantado, y cuando las imaginaba proyectadas justo en el eje de su pie, bajaba éste lentamente, y comenzaba el aplastamiento.
Y ahora, encima, se dedicaba a matar hormigas... se decretó patético. Se vio, a sí mismo, como la más abyecta de las lacras. Ni a las hormigas podía dejar en paz...
Comenzó, de repente, a dolerle fuertemente el brazo izquierdo. Ardía su brazo, como si lo quemaran por dentro. Se mordió el labio inferior del dolor. Sin embargo, lo dejó progresar. Sabía, en el fondo, su significado, su implicancia. Y, del todo, no le desagradaba.
El dolor se irradió al centro de su pecho. Le costaba mucho, mucho, respirar. Hubiera preferido reclinarse en el banco, estirar los brazos a ambos lados, mirar el cielo. Cegarse con el pastel del cielo. Pero el dolor, se lo impedía. Sólo pudo plegarse sobre sí mismo, abisagrarse. Cada vez más, cada vez más fuerte, cada vez más implacable el dolor...
Sentía su pecho como si estuvieran pasándole una sierra por el centro. Ese tipo de dolor, imaginó, era el suyo. Estaba aserrándose a sí mismo, y no pensaba pedir ayuda alguna. Se plegó más aún.
Las hormigas, sobre el polvo, al costado de un zapato, casi hermoso, casi horroroso. Eso iba a ser lo último que sus ojos vieran.
De alguna forma, era una salida limpia.
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