sábado, 15 de noviembre de 2008

Las mariposas

Después de todo, se podía sobrevivir la vida. Ella era una muestra de este hecho; sobrevivir era posible, en el medio de un todo centrífugo que, deshaciendo en finas hebras los pedazos de vida, los conducía a velocidades cada vez mayores hacia un vórtice infinito, profundo, y a la vez, placentero.
Quizás era esa escencia en la que sabía muy bien ensalzarse; quizás - a veces meditaba -, era simplemente como las cosas eran, o podían ser, o debían ser. Tal vez era capricho, sólo capricho: se sabía caprichosa.
En realidad, no meditaba a veces; meditaba casi siempre, en forma permanente, obsesiva, neurótica ella toda, espíritu, piel, carne, y hueso.
Meditaba tanto lo profundo, lo valioso, como lo estúpidamente fútil y efímero. Meditaba lo propio, lo ajeno, lo gigante y lo minúsculo.
Meditaba, y actuaba. Esto es: coexistían la especulación y el facto.
Emma sabía como esto se sentía, pero mucho le costaba transmitirlo; evidentemente, no podía compactar tanto en tan poco tiempo. Cuando hacía análisis, sentía que sus sesiones debían durar un mínimo de 4 horas para que pudiera contar todo lo que quería contar. Ovejita obediente, respetaba el reloj, al paciente anterior y al siguiente, casi más que su propio espacio y tiempo de analizada.
Se sentaba por las tardes frescas, en su tranquilo City Bell, en la pequeña expansión del living, a mirar el roble del patio de su casa. Y las mariposas de su mente comenzaban a volar en esos erráticos pero a la vez hermosos vuelos de colores.
- El roble está enfermo, pero no puedo llamar a un especialista porque no podría pagarle. Tengo que llamar al Banco, van a ejecutar la hipoteca, y otra vez Scottie se rasca. Tendrá pulgas? Debo comprar la pipeta. Pobre perro, cada vez lo cuido menos... todas la lenguas de las mujeres serán así de rasposas? La lengua de Cecilia era muy rasposa.
Cada vez que se le brindaba la oportunidad, era la misma intriga. Emma no sabía, no recordaba, o jugaba a no recordar como era la sensación, el tacto, el roce de sus labios con otros labios de mujer. No dejaban de extrañarla lo pequeño de las lenguas, lo puntiagudas que se sentían; tan distintas a las lenguas masculinas... y no sabía bien porque, muchas veces, ciertamente rasposas. Supuso muchas veces que serían hábitos de bebidas calientes; carecía de sentido, pero suponía eso. Exceso de café caliente, pensaba.
A Carlos no le había comentado esto. Si bien no tenía secretos con él, había cosas que le parecían infantiles, ridículas, fruto de sus miles de inmadureces, y que además, así como venían a su mente, se iban, como tantas otras cosas...
- ... y tengo que depilarme. Antes de depilarme debería cargar el lavarropas, mejor hago eso. O mejor me quedo acá, sentadita, termino tranquila mi cigarrillo y el café. Crece mal el bambú; cuando los planté, debería haber plantado al menos cuatro plantas más. Porque si necesito que crezca hacia los lados se empecina en crecer en el otro sentido? Es por llevar la contra, nomás. Parece que supiera que necesito que crezca en el otro sentido.
Y se reía de sí misma cuando se encontraba pensando así. Se preguntaba al menos dos veces por día si todas las personas, si todas las mujeres, pensarían como ella. Sabía, o al menos, percibía, o intuía, que no era así. Todos los demás eran perfectos, enteros, concretos, sin fisuras. Se sentía rara avis, cosa que le molestaba y le encantaba. Le molestaban los múltiples trastornos que esta condición imponía a su rutina básica de vida; le encantaba sentirse viva así, de este modo. Se sentía tan vital, tal poderosa en su debilidad...
Carlos solía decírselo bien claro, ayudándola un poco a pensarse a sí misma. Y nunca habría de saber lo mucho que ella escuchaba y comprendía lo que él le decía; pero si Carlos escuchara las mariposas!!!
- no me escuchás nunca, bebé. No me escuchas, o me interrumpís. Y eso no me hace sentir bien. Además, sabés lo mucho que detesto repetirme.
- No es que no te escuche - repetía ella hasta el hartazgo; ella, a quien nunca le molestó repetirse. - Juro que te escucho- solía decirle, para luego repetirle como loro endemoniado la exacta frase que el había expresado. Se condolía con la molestia de él; y mucho se condolía. Lo quería tanto, lo sentía tanto, que cuando se preguntaba que cosa no sería capáz de perdonarle, tomaba conciencia que era capaz de perdonarle todo.

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